Ondina del Fondo del Lago habitaba desde hacía cuatrocientos treinta años en el más bello lugar del Lago de las Desapariciones. Ondina era de una belleza extraordinaria: suavísimos cabellos color alga que le llegaban hasta la cintura, ojos largos y cambiantes como la luz, que iban del más suave oro al verde oscuro, y piel blanco-azulada. Sus brazos ondeaban lentamente entre las profundas raíces de las plantas, y sus piernas se movían como las aletas de una carpa. Una sonrisa fija y brillante, que iba del nacarado de la concha al rosa líquido del amanecer, flotaba entre sus labios. Cualquier humano hubiera sentido una gran fascinación al contemplarla en todos sus pormenores, excepción hecha de las orejas, que, como todas las de su especie eran largas y puntiagudas en extremo, aunque de un tierno color, entre sonrosado y oro. A pesar de ser nieta de la Gran Dama del Lago, no poseía ni un ápice de su sabiduría, ni siquiera un granito de mínima inteligencia -como ocurre con frecuen...