UN CUENTO DE TERROR (AUNQUE NO LO PAREZCA)
No todo es lo que parece. La dulce Margarita puede darnos una sorpresa. Con este relato Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914 - 8 de marzo de 1999) quiere sorprendernos, ¿lo conseguirá?
Margarita o El poder de la farmacopea
Adolfo Bioy Casares
Tus triunfos, pobres triunfos pasajeros.
Mano a mano, tango
No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:
—A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor
de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas
traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del
asunto con mi nuera. Le decía:
—No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
—El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho
—contestaba.
—Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
—No el triunfo —me interrumpía— sino el deseo de triunfar.
Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda
para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En
busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre
libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos,
si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría
llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa
propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron
bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias
de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos.
Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la
enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la
fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y
empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina,
óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de «Caras y Caretas», la gente
consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las
vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a
la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano el
mundo recurre hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia
de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules,
lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo xix, la típica niña
que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano
con los ángeles.
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por
el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el
tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias
bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de
buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria,
casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si
alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del
desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré
así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en
cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado
roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia
reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi
hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
—Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba
conmigo.
FIN
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